CUANDO COMER ES UN PROBLEMA

Cuando mi madre era pequeña todos los días comía “cocido” con poca carne y muchos garbanzos. Los domingos paella. Por suerte nunca pasó hambre pero su dieta no era lo que podíamos decir variada. Su dieta era la que mi abuela podía conseguir en una época difícil.

El momento gastronómico que ahora vivimos es un lujo que mi generación empezó a disfrutar por primera vez en la historia de la humanidad. Antes la dieta era escasa en cantidad y calidad para casi todo el mundo, como desgraciadamente sigue ocurriendo en muchos lugares del planeta.

Ahora que tenemos a nuestro alcance alimentos de todo tipo y suficiente información para nutrirnos correctamente hemos logrado convertir este éxito en un problema.

Los factores que han influido han sido muchos y diversos y parte de responsabilidad está en cómo gestiona nuestro cerebro eso de comer.

Nuestro cerebro tiene un trabajo. Mantenernos vivos como individuos y como especie. Y lo hace como lo ha estado haciendo durante miles y miles de años, anticipando los peligros y circunstancias de la vida … pero de la vida en las cavernas.

El cerebro evolucionó hasta convertirse en el impresionante órgano que es ahora durante largas épocas donde el alimento era un producto escaso, infrecuente e inseguro (transmitía enfermedades y podías envenenarte fácilmente). No solía ser sabroso y cuando lo era se trataba de un alimento aún más escaso, aún más infrecuente y nos sabía tan bueno que tanto daba si era inseguro.

Por lo tanto, esta tendencia innata por los alimentos grasos y calóricos no es fácil de manejar en esta época de plenitud. El cerebro no entiende que los escaparates de los supermercados continuarán llenos mañana y pasado mañana y pone en marcha todos sus recursos para que te lances a por la bolsa de patatas fritas hasta que acabes a reventar.

Para contrarrestar esta tendencia motivacional tan molesta lo que solemos hacer, y tenemos muy interiorizado que es lo que hay que hacer, es ponernos a dieta. Bien drástica a ser posible. Mala idea. El cerebro se pone muy nervioso y empieza a pensar en comidas a todas horas del día.

Pero los seres humanos insistimos en las dietas extremas, entrando en círculos viciosos, que además de no ayudarnos en la mejora de la salud física, nos generan problemas serios en relación a nuestra imagen, la identidad y con el cuidado de nuestro cuerpo. Problemas que en algunos casos han llevado a la persona a la muerte.

Todos los trastornos alimentarios se han originado a raíz de una dieta muy restrictiva. La reducción drástica de la ingesta calórica pone al cerebro en alerta y comienza a dirigir todos sus esfuerzos a conseguir que la persona coma. Y lo hace así:

-convierte la comida en una obsesión

- dificulta la concentración en cualquier cosa que no sea comida

-genera sensación de agotamiento, físico y mental, con el fin de ahorrar energía

-dirige la atención constantemente a los estímulos relacionados con los alimentos

El resultado es que la comida se convierte en el eje de nuestra vida y los trastornos alimentarios hacen su aparición.

La alternativa a una dieta restrictiva es el cambio de hábitos. El cambio de hábitos no es sólo una variación de la conducta, es, sobre todo, un cambio en la perspectiva y conciencia de nuestros valores. Es diseñar una nueva manera de relacionarse con los alimentos que satisfaga al cerebro primitivo (los instintos) pero que sea dirigida por nuestro cerebro más evolucionado (consciencia).

El deseo de la mayor parte de las personas con dificultades con la alimentación es adelgazar. Cambiar los hábitos no ofrece una pérdida de kilos inmediata pero garantiza una pérdida sostenida sin efecto rebote en aquellas personas que tienen un exceso de peso así como el mantenimiento a largo plazo del peso perdido.

Pero, sobre todo, lo que es más importante es que se prioriza la salud por encima de la estética y se trabaja un autoconcepto basado en la autoestima y en el desarrollo de valores sólidos que den seguridad a la persona ante unos cánones sociales poco realistas.