NO ME PROTEJAS. CUÍDAME

Aunque en ocasiones los usamos como términos equivalentes, la protección y el cuidado son cosas bien distintas.

La protección es el acto de resguardar a alguien de un peligro, ocasionalmente, a costa de exponerse a un cierto riesgo el propio protector. No es un acto bidireccional. No todos podemos proteger a otros porque no disponemos de suficiente fuerza, o recursos o riqueza. Esta circunstancia hace que, cuando alguien nos protege, nos sintamos en deuda. El protector, de manera implícita, se sitúa en uno o varios escalones por encima de nosotros.

Curiosamente no pasa lo mismo con el cuidado. Es más, cuidar suele ser una práctica invisible e, incluso, desprestigiada. No solo muchas personas no agradecen el cuidado recibido, por ejemplo, por una enfermera, sino que, de vuelta, muestran un trato despectivo como si el hecho de que alguien les cuide les instale en una suerte de pedestal. Vamos, que encima que cuidas a alguien, parece que te están haciendo un favor a ti.

Es innegable, damos más importancia a la protección que al cuidado. Ahora bien, ¿cuántas veces necesitaste que te protegieran ayer? Seguramente ninguna. Pero posiblemente viviste muchas situaciones en las que alguien se preocupó por ti. Te preparó un desayuno. Te llamó para saber si estabas más contenta. Recogió a tus hijos o hijas del colegio para que pudieras salir tranquila del trabajo. O dedicó el tiempo necesario para que entendieras los resultados de la analítica. Todas estas personas te cuidaron. Y si nadie lo hizo apuesto a que, en algún momento, lo echaste en falta.

Sin embargo, esos cuidados, que en ocasiones es simplemente estar sin hacer nada, quedan eclipsados, ninguneados cuando hay alguien que protege. La idea viene a ser la siguiente: tú me tienes que cuidar porque el importante soy yo, que protejo. Y como ya protejo y cumplo mi labor, pues ya no hace falta que cuide a nadie.

La cuestión es que el concepto protección, que ya hemos dicho que no es bidireccional y propicia el paternalismo, se aplica a conductas que no son en realidad protección. Muchos hombres asumen que protegen a su familia porque llevan un sueldo a casa. Bueno, igual la mujer, si no tuviera que asumir los cuidados de toda la parentela también tendría tiempo para mantener la familia. Otros confunden proteger con erigirse como los interlocutores ante terceros cuando lo que hacen, en realidad, es invadir el espacio de la persona e inmiscuirse en sus decisiones, desacreditándola definitivamente.

En las películas nos han inundado con la imagen del hombre valiente que se enfrenta a todo un ejército de malos como si eso fuera el ideal a buscar. Seamos sinceros, para las situaciones de riesgo ya tenemos a los y las profesionales. No necesitamos parejas que se enfrenten a unos ladrones y siempre tendré en mi memoria una noticia que me impactó siendo jovencita, la de una señora que murió al precipitarse por el hueco de un ascensor cuando un vecino intentó “salvarla” en lugar de esperar la llegada de los bomberos.

No necesitamos un protector. Si llega el día en que tengamos algún tipo de problema lo más oportuno es llamar a quien realmente esté preparado para socorrernos. Pero sí necesitamos ser cuidados y cuidadas. Percibir que las personas con quien convives, con quien trabajas, tus amigos y amigas piensan en ti. Incluso las personas más independientes se sienten reconfortadas con pequeños detalles.

Por ello es importante que en el imaginario social demos el valor y la consideración que se merecen a las conductas de cuidado. Y que entendamos que pueden (y deben) ser ejercidas por todas las personas. Que es cuidar que te curen una herida, pero también lo es agradecer y facilitar el trabajo a quien te está curando. Es cuidar llevar un café a esa compañera que tiene que sacar un pico de trabajo y no tiene tiempo ni de levantarse de la mesa o no hacer excesivo ruido cuando te levantas para ir a trabajar y el resto de la familia sigue durmiendo.

Quien se cree protector no cuida, porque ya piensa que está haciendo una aportación a su entorno. Es más, piensa que su aportación es mucho más importante. Paradójicamente no solo no aporta sino que resta ya que exige unos cuidados, en contrapartida (a no hacer nada), que ni valora ni aprecia.

Cuidémonos todos. Los pequeños gestos diarios, los que quedan enmascarados entre la rutina, son trascendentales. No solo realizarlos sino también reconocerlos. Cuanto más cotidiano más necesario darle valor. Porque el cuidado diario que te aporta una persona es lo que te permite afrontar tu día con menos carga.

Me gustaría recordar aquí a Florence Nightingale, la señora de la lámpara, que, centrando su labor en los cuidados a los otros, mejoró las condiciones sanitarias de los heridos en las batallas, instauró la enfermería como profesión e inició la aplicación de la estadística en medicina. Pocas personas en la historia dieron el valor que merecen los cuidados como ella.