EL ESTRÉS POSTRAUMÁTICO: UNA VIVENCIA MÁS COMÚN DE LO QUE PENSAMOS

El estrés postraumático es un estado de ansiedad que aparece después de vivir una experiencia en la que la persona ha estado o se ha sentido en peligro (o alguien de su entorno). Es un mecanismo de protección que pone en marcha el cerebro para alejarte de posibles fuentes de riesgo. Si hemos sido atracados nuestro cerebro reaccionará con ansiedad intensa cuando volvamos a pasar por la calle en que sucedió. Es como si nos dijera: “No pases por allí. Es peligroso” y su manera de hacerlo es generando una intensa reacción de ansiedad que puede llegar al ataque de pánico con el objeto de evitar una conducta que vuelva a exponernos al riesgo.

Si nos vamos a las definiciones académicas, el DSM-V nos dice que para que podamos diagnosticar un Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) la persona, o alguien cercano, ha tenido que experimentar u observar una situación en que la vida ha corrido peligro. Sin embargo, en el día a día de los profesionales de la psicología identificamos reacciones que cumplen la clínica de un TEPT sin que su experiencia traumática haya implicado un peligro vital. Por ejemplo, es habitual observarlo en acosos laborales de larga duración, en violencia de género psicológica, en sucesos que atentan contra nuestras bases primarias como una infidelidad matrimonial o una traición de un socio en quien teníamos la máxima confianza.

Aunque asociamos el trauma a la exposición a sucesos violentos como un accidente o una agresión, nuestro cerebro también identifica como trauma otros episodios aparentemente menos intensos como el aislamiento social (en el colegio o en el trabajo), enfrentarse a procedimientos terapéuticos dolorosos (sobre todo en menores) o las intimidaciones (aunque no sean contra la vida) entre otros. En la práctica no hay hechos que puedan ser clasificables o no como trauma. Es la interpretación que hace el individuo de su grado de amenaza.

Lo que tienen en común todas esas situaciones son la falta de control sobre ellas. No podemos evitar que nos vuelva a pasar. Pero la idea de sentirnos tan vulnerables y expuestos es tan terrible que necesitamos creer que podemos controlar una nueva agresión. Este supuesto control lo ejercemos a base de evitar múltiples situaciones renunciando con ello a partes esenciales de nuestra vida, como las relaciones sociales, mejoras en el trabajo o actividades de ocio. Paradójicamente evitar estas “situaciones de riesgo” no reduce la ansiedad, que sigue siendo la misma pero que ha sustituido a todas las emociones positivas que sentíamos cuando hacíamos aquello que era importante para nosotros como aceptar un reto laboral o irnos de fiesta con los amigos.

No es de extrañar, por otra parte, que el TEPT se manifieste con una importante suspicacia hacia el mundo. La persona dañada ya no se fía ni de su sombra porque, de manera imprevista, sin una razón, el mundo le ha agredido sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Y ha aprendido que puede volver a pasar y que debe mostrarse vigilante para anticiparse a un nuevo golpe.

La persona comienza a sentir ansiedad por cualquier cosa. Incluso sin que haya un motivo. Le cuesta dormir y cuando despierta no puede conciliar más el sueño. Le asaltan taquicardias súbitas, mareos. Puede sentir dolores de cabeza o de estómago y las contracturas le destrozan la espalda y el cuello. Y, poco tiempo después, sobre todo, se siente triste. Su vida es tan pequeña (recordemos que ha dejado de hacer muchas cosas) que ya no tiene sentido vivirla.

Aun así, lo peor es la anticipación a una situación relacionada con el suceso que inició la ansiedad. Un WhatsApp del exmarido, un correo electrónico de la empresa, acudir a un evento judicial, …Todas estas coyunturas se viven como una amenaza y pueden llevar a la persona a un ataque de pánico fácilmente.

¿Qué hacer?

Después de sufrir un evento traumático el objetivo es recuperar nuestra normalidad. Incluso aunque nuestra vida aparentemente sea la misma que antes del incidente, esto puede costar mucho. Pese a que a nuestro alrededor nada haya cambiado sentimos que la vida ya no es igual. Recuperar la rutina y asumir nuestras obligaciones diarias nos permite centrarnos en aspectos cotidianos que nos ofrecen un sentido de realidad tangible.

Es normal que sintamos que no rendimos al cien por cien. Es normal tener momentos en que se nos ponga un nudo en la garganta, despertarnos antes de tiempo y tener sueños agitados, sentirnos ajenos a nuestra realidad, experimentar tristeza o rabia. Es normal que nuestra atención insista en recuperar esas memorias tan dolorosas una y otra vez, por más que nos gustaría dejar de pensar en ello. Pese a todo es importante levantarnos cada día con el objetivo de vivir nuestra vida, de responder a nuestros compromisos y deberes y buscar espacios para descansar y disfrutar. Aunque sea lo último que nos apetezca.

No nos engañemos. Es un propósito complicado de conseguir. La ansiedad traumática es difícil de manejar y puede invadir completamente nuestra vida inhabilitándonos para el correcto funcionamiento diario. Por ello, es importante solicitar ayuda si nos sentimos incapaces de lograr a lo largo del día unos mínimos objetivos con un nivel de ansiedad tolerable.

Resumiendo.

Si el impacto ha sido moderado lo recomendable es volver lo antes posible a nuestras rutinas habituales, lo que puede implicar semanas o meses. El mayor riesgo es el desarrollo de conductas invalidantes, como dejar de frecuentar determinados lugares o personas, reducir actividades placenteras o pasar mucha parte del día dándole vueltas al hecho que nos hizo daño.

Pero si la ansiedad es demasiado intensa como para permitirnos afrontar las demandas corrientes y sencillas la intervención psicológica es imprescindible para intervenir sobre un TEPT o evitar su aparición. Y cuanto antes, mejor.