LA INFLUENCIA DE LAS EMOCIONES EN LA ENFERMEDAD

Es habitual escuchar que si te guardas para ti los problemas acabarán saliendo en forma de enfermedad, que los disgustos pueden acabar en un infarto o que una persona con un cáncer muere porque no ha luchado lo suficiente. Lo cierto es que esta creencia popular no ha sido nunca confirmada por la ciencia. Pero, ¿qué hay de cierto en la relación entre emociones y enfermedad?

Las emociones y la enfermedad tienen una relación indirecta a través de dos caminos que no son excluyentes entre sí: la conducta y el estrés.

Empezamos por la conducta. La personalidad es una tendencia a sentir y pensar de una manera determinada. Aunque influyen otros factores este estilo de funcionamiento marca mucho cómo sentimos, cómo pensamos y cómo nos comportamos. Una persona que suele desanimarse con facilidad y que le falta confianza en sí misma difícilmente tendrá conductas de salud que requieran esfuerzo y ilusión por el éxito conseguido. Teniendo en cuenta que los hábitos saludables (alimentación no procesada, ejercicio u otras pautas para problemas más específicos) suponen un esfuerzo, este tipo de personas es más improbable que se cuiden. Y, de hecho, es bastante probable que realicen conductas contraproducentes como el uso indiscriminado de analgésicos o ansiolíticos, que fumen, que coman productos hipercalóricos buscando la satisfacción inmediata o que su ocio sea sentarse a ver la televisión.

Es decir, que el señor o señora gestione mal sus emociones no le incrementa las probabilidades de una enfermedad como, por ejemplo, el cáncer. Pero la mala alimentación, el sedentarismo o fumar (y la incapacidad para dejarlo), derivado de su estado de ánimo, sí influyen, y no poco, en la aparición de una enfermedad.

El otro actor en esta película es el estrés. El estrés es un proceso fisiológico que aparece cuando el organismo (el cerebro) detecta una situación de riesgo. El proceso de estrés lo compartimos con muchos animales con un sistema nervioso avanzado. Cuando hablamos de riesgo en los animales nos referimos a una situación vital (comida, que nos coman, un incendio u otra amenaza). Pero esto cambia cuando se trata del ser humano. Las amenazas pueden ser muy variadas. No llegar para pagar la hipoteca, la sobrecarga en el trabajo, la atención a un familiar enfermo, la (no) conciliación familiar y laboral son parte de las demandas más comunes que las personas tienen que afrontar en nuestra sociedad y que, cuando se viven como una demanda no asumible, desencadenan el proceso de estrés.

En un primer momento el cuerpo activa el sistema nervioso simpático que tiene como objetivo principal activar nuestro cuerpo. Los músculos se ponen en tensión, el corazón late más rápidamente para nutrir de alimento los músculos preparados para la acción, el estómago reduce su actividad ya que hay algo más urgente y nuestra mente se centra en el problema que nos preocupa. Esta activación inicial era muy útil, sin duda, cuando teníamos que salir corriendo de un incendio en el bosque, y aunque puede ser interesante cuando tenemos que sacar energía para afrontar una urgencia puntual, si se repite con mucha frecuencia puede ser causa de problemas cardiovasculares entre otras cosas.

De hecho si la demanda se mantiene en el tiempo se activará el sistema neuroendocrino y endocrino para contrarrestar los efectos desgastadores del estrés. En esta fase el cuerpo pone en marcha cambios adaptativos que permiten a la persona sentirse mejor (se reduce la taquicardia y la tensión muscular y otros efectos derivados del sistema nervioso simpático como las molestias en el estómago) pero que nos hacen más vulnerables ya que disminuye la acción del sistema inmune, se incrementa el colesterol en sangre y se reduce el nivel de insulina en un intento del cuerpo de contar con energía constante (grasas y azúcar a disposición inmediata) para hacer frente a la demanda externa .

Los efectos psicológicos a largo plazo son otros. Si bien en un inicio nos sentíamos nerviosos y focalizados en el problema con el paso del tiempo nos sentimos desmotivados, agotados, disminuye el deseo sexual y comienzan a aparecer síntomas de depresión.

Si las cosas no cambian o no nos detenemos a tiempo llegará la enfermedad. ¿Cuándo y cuál? Pues depende. Depende de nuestra genética y de nuestros hábitos. Si tenemos predisposición a problemas cardíacos, no hacemos deporte y hemos engordado podemos sufrir un infarto. ¿El infarto lo han provocado las emociones? No, pero el estrés mantenido en el tiempo ha incrementado esta posibilidad. Lo mismo podemos decir de un cáncer o la diabetes II.

En resumen, las emociones por sí mismas no se convierten en enfermedad aunque influyen indirectamente a través de la conducta (como hábito tanto preventivo como de riesgo) y los efectos fisiológicos del estrés.

Por lo tanto, una situación traumática, por dura que haya sido, o un estado permanente de estrés no son la causa directa de un problema de salud y debemos ser muy críticos con todas aquellas (pseudo) terapias que afirman esto. Es normal que una persona que acaba de ser diagnosticada de una enfermedad grave se sienta atraída por este tipo de mensaje ya que responden (erróneamente) a la primera pregunta que se hace el enfermo “¿por qué a mí?” Pero ni es correcta la premisa inicial ni, obviamente, tratar un conflicto psicológico cura la enfermedad física.

Sin embargo es aconsejable tratar la parte emocional para 1) sentirse mejor, 2) reducir el impacto del estrés y sus consecuencias y 3) evitar que un estado emocional negativo interfiera con hábitos de salud o de un tratamiento que requiera una actitud activa por parte del enfermo.